Por Francisco Peralta Hernández
Llegando por la Madero, se posa aquel puente que ha sido mi vida; el arroyo y sus cauces; la virgen y los interminables pasillos que me llevan a través del tiempo.
Hace unos días, caminando por la vera de un apantle, me pregunté dónde se esconde la historia. Es decir, tenemos como referentes históricos al centro y sus pequeños lugares emblemáticos, quizá uno que otro rincón y alguna calle que es imposible ignorar. Sin embargo, ¿qué sucede con aquellos sitios donde la vida pasa cotidianamente; donde los árboles, el asfalto y las azoteas son los únicos testigos del pasar del tiempo?
Quizá es una gran licencia titular este texto como “Los hijos del reparto agrario” porque eso que llamamos -reparto agrario- no fue ni de cerca parecido a las razones por las que las añoranzas zapatistas destilaron sangre y lágrimas. Sin embargo, sí hubo una división de la tierra y fue gracias a ello que nacieron en Cuautla cuatro colonias circundantes al centro, a saber: La Emiliano Zapata; la Francisco I. Madero; la José María Morelos y la Pablo Torres Burgos. Es de esta última de la que quiero hablarles.
En los límites con la Madero cercada por la avenida Circunvalación comienza la Burgos, un pequeño terruño alcanzado por el río y que corre hasta el final del municipio. Su historia con el reparto agrario nos lleva hasta la hacienda de Coahuixtla, finca que fue segmentada para conformar la colonia cuyo único testigo viviente es el apantle que viene desde El Almeal y sigue hasta la Villa.
Hoy las calles son las que guardan el triste andar de los recuerdos. Pocos son los testigos de aquel momento en el que los recién instalados colonos festejaban sus verbenas con litros y litros de aguardiente; de las reuniones en asamblea para discutir los pormenores de la nueva tierra o de los problemas de seguridad y sanidad. También, quedó extinta la plaza en la que se reunían a torear o a festejar a la patria. El tiempo, en su interminable andar, acabó con todo recuerdo de aquellos colonos de antaño que cimentaron las bases de lo que hoy es la Burgos.
Más tarde vendrían otros, nuevos colonos que echarían a andar experimentos campesinos como el del establo “Ángeles” que, de la mano de apasionados campiranos herederos del matrimonio entre Manuel y Ángeles, dotaban de leche, queso y crema a la Cuautla de antaño. También se guardaban entre sus calles los recuerdos de un zapatista, la felicidad de los niños y la esperanza de los hombres.
Más tarde, en los 90, una comitiva de fervorosos creyentes de un mundo mejor aprovecharon el programa Solidaridad para llevar asfalto y recreación a la colonia. Dichos objetivos se lograron y, con su esfuerzo, los colonos gozaron de arboledas, caminos asfaltados, chanchas de fútbol e incluso de una piscina comunitaria.
Sin embargo, al cabo de los años, tanto el paso del tiempo como la indiferencia y el abandono han acabado con los avances que fueron fruto del esfuerzo de un grupo de personas que, con el corazón cargado de esperanza, pugnaron por mejorar su pequeña comunidad.
Durante mucho tiempo había creído que quizá la historia se había escondido tras los árboles, el pavimento y los rumores, esos que han sido los únicos testigos del triste andar de los recuerdos. Pero ahora creo que tenemos la oportunidad de seguir abonando a la historia de nuestra pequeña comunidad. De las cenizas de estos viejos proyectos se han levantado papelerías, escuelas, mercados, parques, tiendas y negocios; todos herederos de aquellos hijos originales del reparto agrario. Basta caminar las calles de la Burgos para encontrarse con un panorama vivaz, repleto de almas que siguen platicando sus alegrías con el arroyo y de colonos que comparten la vida en una ciudad que se ha vuelto invivible pero que, por alguna razón, es insustituible.
Y es que la historia no se escondió en ningún lado. Al contrario, sigue caminando por las calles de la Burgos, paseándose entre las canchas y riendo mientras los atardeceres se funden con el asfalto. Porque la Torres Burgos, en su complejo acontecer, ha sido testigo y protagonista de los cambios temporales de nuestra Cuautla de antaño. Y, para mi, un estudiante fugitivo, significa volver a donde se cruzan mis caminos, donde he construido mi vida, esa que he dejado entre sus rincones.
Comparto esta reflexión sobre mi terruño; pequeña fracción de nuestra gran ciudad, creyendo que vale la pena platicar sobre las colonias y los poblados que conforman nuestra Cuautla, esos lugares donde se esconden las querencias de la bella tierra suriana.