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Recordar con flores y copales

•Cuando se pinta la vida de copal, flores y comida pa’ los muertos la huesuda se adorna de recuerdos, pues a los finados ofrendamos todos nuestros anhelos.

Por Francisco Peralta Hernández
Ya llegó aquella época en la que México se pinta de recuerdos, cempasúchil y terciopelo. El día de muertos es, sin duda, la celebración más colorida y vivaz de nuestro país. Con el paso del tiempo y el avance de la globalización ha ido cambiando al punto en el que actividades como disfrazarse, pedir calaverita y construir vistosas ofrendas conviven en el mismo escenario. Pese a la transformación de la tradición persiste un elemento fundamental a lo largo del tiempo: el ejercicio memorial.

Todos recordamos las ofrendas que nuestros padres o nuestros abuelos colocaban cada año en memoria de aquellos desconocidos retratados en blanco y negro que al caer la noche volverían a degustar los manjares que se dejaban en la ofrenda. Se haga para familiares ajenos, para algunos muy cercanos, para mascotas o para algún personaje emblemático, los altares son un ritual en el que materializamos la memoria. Mucho antes de que Disney se apropiara del concepto, nuestros abuelos y bisabuelos ya ejercían su derecho a la memoria para no permitir que los antepasados cayeran en el temible abismo del olvido.

Ya sea a raíz de Coco, por mantener la tradición familiar o simplemente para sentirnos más cerca de aquellos seres amados que han seguido su camino hacia el Mictlán, colocar un altar nos permite materializar y convivir con nuestra memoria para que, al menos por un par de días, podamos evocar el recuerdo de aquellos que ya no están. Por ello, considero que esta celebración es el momento adecuado para volvernos historiadores e indagar en los archivos familiares. Vale la pena utilizarlas para evocar recuerdos y desempolvar fotografías en pro de recordar a los que se fueron y a los que tenemos que traer de vuelta.

Preguntemos por nuestros bisabuelos, por tíos, primos y hermanos; indaguemos para rescatar la memoria de esa pequeña colectividad a la que llamamos familia. Este primer paso puede ser el comienzo de toda una investigación para desentrañar los misterios de nuestros orígenes sanguíneos y emocionales. Cuando uno se adentra en los sinuosos pero hermosos caminos de la memoria familiar es difícil dejar atrás la curiosidad y el interés por saber más de aquellos intrigantes personajes de los que sólo tenemos pistas y retazos de memoria.

Para mí, rastrear esos rostros misteriosos entre fotos y recuerdos ha sido clave para comprender a mi familia y mi presente. Aquellas viejas fotografías que mi abuela custodiaba como tesoros se han convertido en un puente generacional, una precaución contra el olvido. Ahora que su fotografía forma parte de esos altares comprendo enteramente la importancia ritual de preservar mis recuerdos y, más importante aún, los que ella resguardó toda su vida.

Hoy más que nunca, en estos tiempos turbulentos, vale la pena hacer uso de las celebraciones para que el ejercicio memorial sea cada vez más común; primero con nuestra familia, luego con todos los que nos rodean.

Mantengamos vivo y ferviente el uso de altares y ofrendas así como esta celebración en general, no como mero ejercicio de identidad nacional o como simple excusa para justificar fiestas y descontrol, sino como un medio para materializar nuestra memoria y evocar el recuerdo de aquellos que por una u otra razón han abandonado la vida tan sufrida en este valle de lágrimas.

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